Once tipos de soledad
Por Luis Chaves
Me había propuesto no hablar de nada relacionado con la inauguración del nuevo estadio. No contribuir con ruido al ruido. Pero el martes 29 anterior, a propósito del esperado partido de las selecciones de Costa Rica y Argentina, sucedieron varias cosas, mucho más allá de las evidentes, mucho más subterráneas. Se tocaron nervios, zonas hipersensibles, se mezclaron elementos que uno quisiera no se combinaran nunca, por lo menos no a ese nivel. La cara visible de lo que pasó es la que retrata en su estilo primario la prensa local. La otra cara, la oculta, la menos obvia, es el material del que están hechos los cuentos de Yates.
No voy a entrar en el dominio de lo financiero, lo contractual. Ese reino de astutos despreciables, obesos mentales, dirigentes e intermediarios de empresas deportivas, cabezas de la AFA que —no dudaron en dejarlo bien claro— están a años luz de los campesinos de la Fedefutbol. Ni el tema ni las personas de ese feudo me interesan, ni los de aquí ni los de allá. Tampoco se trata esto de los argentinos y los costarricenses. Soy limitado pero no tanto. Va más sobre ese conjunto de invitados que vino bajo el nombre de la Selección Argentina de Fútbol, y sobre el numeroso grupo de personas que fue al estadio o se sentó frente a la tele movido por un sentimiento genuino de amor por el deporte que más se parece a la vida.
Entonces, rebobinemos a los días y horas previas al partido del martes. No nos detengamos siquiera en el desenfreno publicitario. Ruido sobre ruido. Veamos más bien, en las ventas de semáforo, tendidas al sol, agitadas por el viento de las tardes de verano, las camisetas albicelestes junto a las de la Sele. Sentémonos en una terraza y contemos peatones enfundados en la camiseta de Argentina o del Barcelona. Fijémonos en el cuidado con que guarda, recién comprados, los boletos en la bolsa de la camisa el mae que todos los domingos ve con su hijo, en el resumen de la jornada europea, los goles de Messi, Di María, Cambiasso, Pastore. Esos dos boletos son medio salario. Esos dos boletos son otra cosa: once maneras de estar feliz.
El día del partido, temprano en la mañana de camino al kinder, mi hija de cinco años, desde el asiento de atrás del carro me decía, Pá, ¿sabés la historia de Messi? No, contesté para que se extendiera. Messi era un niño muy pequeño que tenía problemas para hacerse grande pero la abuela lo ayudó a alimentarse y a jugar fútbol y creció y ahora es el mejor del mundo. Uno puede ser el más pequeño pero no importa, Pá.
La versiones y remixes del mito llegaron hasta rincones como las aulas de preescolar de un país que de pronto, por unos días, se estaba permitiendo el espacio de la celebración, del festejo. No hablo de los señores de los anillos, me refiero a los que sin necesidad —pero sobre todo sin tiempo— de revolver la basura, veían un buen motivo para la distensión, el recreo. A mucha honra, no está de más decirlo.
Pero la alegría es sólo brasilera. La —llamada así por los medios—argentinomanía que había vestido al país de expectativa albiceleste, flacos y gordos dentro de camisetas, de marca o pirateadas, con los nombres conocidos de la selección argentina, Zanetti, Cambiasso, Mascherano, Di María, Lavezzi y el planetario Messi, fue chocando, conforme se acercaba la hora del partido, con señales que no querían terminar de creer. No sólo un hermetismo desproporcionado para un equipo de fútbol que llegaba al país que lo había invitado (repito: invitado) a una fecha importante para gran parte de su población. Se trataba de un día festivo, y se eligió al cuadro de esa nación para compartirla. El ranqueado cuarto en el mundo, admirado y apoyado desde siempre en esta finca. El corazón de muchos de los presentes en el estadio o frente al televisor estaba partido en dos, una mitad era para ellos, reconocidos y admirados por la excelencia con que juegan al deporte de once contra once. Bastaba el paneo lento a lo largo de las graderías para comprobarlo.
Minutos antes del partido todo estaba muy claro. Se había caído el último velo de confianza, se había cerrado la puerta del beneficio de la duda. Vimos a unos tipos que si bien —ya a esa altura no importaban las razones— sabían de antemano que no iban a jugar, parecían además imposibilitados para la sonrisa, el saludo, incapacitados para devolver la pared. Vimos al argentino de los chistes, el arquetipo, ese que uno diría existe sólo en el cliché: el arrogante, el condescendiente, el sobrado de sí mismo. Ese que el resto de Latinoamérica no entiende. Once maneras de estar solo.
¿Tan difícil era, aunque sus jefes les hayan prohibido jugar, levantar la mano y agitarla, dar dos minutos de entrevista, acompañar al técnico en la mesa de prensa? Si Messi no depende de él mismo, ¿ninguno de los otros podía tampoco? Se llama, aún en su forma devaluada, urbanidad. La gente sencilla, aquí y en China, se conforma con poco. El afecto, aquí y en China, pide casi nada a cambio. Los muchachos de la Selección Argentina no le hablaron ni a los maleteros del aeropuerto.
De los nombres por los que —implícitamente— habían pagado los organizadores del evento, nadie vio ni escuchó nada. Todos sabemos de qué estamos hablando, no tratemos de maquillarlo ni de eludirlo.
Los cínicos locales que, como los economistas, aparecen siempre como profetas de lo ya cumplido, no han tardado en chillar que la gente lo merece por ingenua, que el deporte se rige por las mismas normas que todo lo demás. Gran novedad. Es así, nadie lo niega. Pero esa verdad, que la sabe hasta el más humilde, tampoco cancela lo otro. Hay algo debajo de la cara visible de todo este embrollo, más abajo de la estafa y la indignación. Y, sin duda, más duradero.
Eso que es invisible como la radiación y que es materia prima de las historias de Yates. El enojo es un sentimiento pasajero. La decepción, esa forma oblicua de la derrota, es irreparable. Y hace rato dejamos de hablar de fútbol. Aunque a los legionarios argentinos nada de esto les importe, es evidente que se puede actuar como lo hicieron. Claro. Pero no dudo que pagar la empatía con arrogancia sólo empequeñece a quien lo hace. Querida, encogí a los argentinos.
La noche siguiente al partido pasó mi padre a casa. A sus 67 años, tercero de once hijos de un zapatero, que los primeros años de escuela en Heredia asistió descalzo, un hombre curtido en el reverso de lo fácil, exfutbolista de canchas abiertas y exboxeador amateur, poco le afectó un desengaño menor. Solamente abrió un cajón de su cabeza para recordar la visita de O Rei a Costa Rica. Viera usted —recordó— cuando vino Pelé, abrazando y tomándose fotos con todo el mundo. No son los 60, Papá. ¿Y qué? Estamos hablando de algo que no cambia con el tiempo, se apuró a contestar y enseguida pasamos a otra cosa.
Me doy cuenta ahora, sin embargo, que esa imagen se quedó rebotando en mi cabeza, desdoblándose. Vi a otros brasileros y se me mezclaban con las caras de circunstancia, serias, inexpresivas, displicentes de toda la Selección de Argentina. No digo, cuando ya se sabía que no vinieron a jugar fútbol, que se esperaba el comportamiento de perros de circo. Hablo de reciprocar el saludo, de devolver la sonrisa que venía de las gradas, como hace cualquier mortal cuando se le trata con afecto. En tres días, ese grupo de argentinos no cruzó palabra con sus anfitriones. Mientras esas imágenes daban vuelta en mi cabeza pensé que tal vez allí esté al menos uno de los componentes que hace la diferencia entre un campeonato mundial (el Mundial del 78, se sabe, no cuenta) y ser el Pentacampeón del mundo.
En alguna zona de eso que propios y extraños vimos debe de estar la diferencia entre lo que es importante y lo que no. Algo que debe estar muy cerca del respeto, la cortesía, la distinción. Algo que ese conjunto de hombres parecen haber perdido en algún sitio entre la infancia y la billetera.
La mañana del miércoles cuando todos regresaban a sus equipos del primer mundo, un fotógrafo captó a Zanetti, camiseta al cuerpo, peinadito, metrosexual, en la acera del aeropuerto. Aún ahí, ya de salida, incapaz de sonreírle a nadie o de tratar con amabilidad al maletero. Setenta y dos horas de conversar y reír sólo entre ellos. Once tipos de soledad